L’Ape musicale

rivista di musica, arti, cultura

 

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Les pêcheurs de perles en el delfinario

por José Noé Mercado

«Vivíamos, como era normal,
haciendo caso omiso de todo.
Hacer caso omiso
no es lo mismo que ignorar,
hay que esforzarse para ello»
El cuento de la criada
Margaret Atwood

La Ópera de Bellas Artes (OBA), como parte de su Temporada 2023, presentó cuatro funciones de una nueva producción de Les pêcheurs de perles (1863) del compositor francés Georges Bizet (1838-1875), título que cuenta con libreto de Eugène Cormon (1810-1903) y Michel Carré (1821-1872).

Luego de 21 años de que esta ópera se presentara por última vez en la OBA, los pasados 25, 28 y 30 de mayo, así como el 1 de junio, el Teatro del Palacio de Bellas Artes sirvió de escenario para esta típica historia de triángulo amoroso y amistad que se desarrolla en la antigua Ceilán (actual Sri Lanka) y apuntala casi en solitario el enorme prestigio lírico que Bizet se granjearía con su Carmen (1875).

Como suele suceder, la expectativa por presenciar un título atractivo por algunos de sus lucidores pasajes en un nuevo montaje (realizado sobre la versión Urtext de Peters Edition, revisada en 2002 y que se considera “original” de Georges Bizet) no correspondió del todo con la realidad presentada.

En principio, porque la puesta en escena tuvo como centro gravitacional un graderío genérico (al que la iluminación de Rafael Mendoza intentó darle diversas tonalidades a su deslavado azul), donde el coro y la mayoría de solistas se plantaron estáticamente (o iban tras bambalinas y regresaban).

El cuadro, aproximado a la tribuna de un parque acuático como el viejo delfinario Atlantis de la Ciudad de México, no solo mostró carencia de imaginación para hacer algo dramáticamente significativo con el coro, aun si la música sugiere y el texto refiere baile que nunca ocurre (los escalones, dado el caso, podrían usarse de manera intercambiable para cualquier obra), sino también escaso y rutinario trazo con los protagonistas.

Y eso que la puesta en escena contó con dos codirectores: Juliana Vanscoit (encargada también del vestuario y la escenografía) y Fabiano Pietrosanti, además del crédito de escenotecnia de Iván Cervantes y coreografía y movimiento de Antonio Salinas.

Sólo una grieta creciente durante la obra que al fondo dejó ver la luz del ciclorama o la separación en el segundo acto del módulo central de los tres que formaron las gradas es lo que pareció darle un poco de vida a la composición escénica. Pero, claro, por lo descrito, y salvo una piedra que luego es también un meteoro o la luna, no demasiada.

En la parte vocal, lo que resultó más destacado fue la participación de la soprano sevillana Leonor Bonilla en el rol de Leïla, gracias a un timbre muy grato y capacidades técnicas destacadas, en fraseo y ornamentación. Sus cualidades se percibieron sobre todo en el registro central de su instrumento, en la parte enamorada de su personaje, pues en el agudo, sumado al peso del drama del final del segundo acto y del tercero, la laringe sube y estrecha la emisión, con lo que el sonido podría percibirse algo capretino. Es una lástima que en su aria del segundo acto “Me voilà seule dans la nuit… Comme autrefois dans le nuit sombre” el acompañamiento de las trompas haya sido tan sucio y, por tanto, impresentable.

El tenor sonorense Jesús León cumplió con su personaje a secas, aun cuando lo ha interpretado en diversos teatros internacionales, y si bien es cierto que sus intervenciones fueron de menos a más. Sin particular atractivo en la zona aguda y con dificultades para flotar, apianar o filar las notas (en el final de la célebre aria “Je crois entendre encore” su voz tuvo incluso un miniquiebre), no logró convocar las reminiscencias poéticas de la música y de sus sentimientos al pensar en la voz de la amada, lo que resulta una auténtica ensoñación que permea la esencia de la obra.

El barítono tapatío Tomás Castellanos configuró un Zurga noble, escindido entre el amor y la amistad. Su voz no es muy potente o robusta, pero la usó con capacidad histriónica y salió adelante, aun si su fraseo por ratos pareciera un tanto silábico. El bajo-barítono colimense Ricardo Ceballos, actual integrante del Estudio de la Ópera de Bellas Artes, no tuvo una actuación afortunada. Inaudible o con mínimo volumen y sin fuerza, dejó un hueco no solo en su personaje de Nourabad, el Gran Sacerdote de Brahma, sino en el impacto dramático de la obra. ¿Acaso estaría enfermo?

El Coro del Teatro de Bellas Artes, preparado para la ocasión por el maestro Alfredo Domínguez, contribuyó a generar un poco de la riqueza de colores y el exotismo con el que Bizet caracteriza esta partitura de influencia wagneriana, verdiana y meyerbeeriana, aunque en términos de volumen el conjunto se descontroló con frecuencia y pasó por encima de los solistas e incluso de la orquesta dirigida por su titular Iván López Reynoso. Ojalá no tenga que transcurrir otro par de décadas para que el público mexicano pueda volver a pescar Les pêcheurs de perles en la cartelera. Pero es claro que nunca se sabe.


 

 

 
 
 

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