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New age: The Rake’s Progress en Bellas Artes

 

Por José Noé Mercado

 

CIUDAD de MEXICO 23 octubre 2022 - Por fin, luego de más de dos años de cancelaciones, inactividad y reactivación a medias, se cumplió la expectativa de una ópera completa y sin restricciones de formato por precauciones sanitarias en el Teatro del Palacio de Bellas Artes.

Luego de su estreno en el Teatro Juárez de Guanajuato (13 y 14 de octubre), en el marco del 50 Festival Internacional Cervantino, la Ópera de Bellas Artes presentó dos funciones (jueves 20 y domingo 23) de una nueva producción de The Rake’s Progress (1951) de Ígor Stravinski (1882-1971), título que cuenta con libreto de Wystan Hugh Auden (1907-1973) y Chester Kallman (1921-1975) basado en un puñado de grabados y pinturas de William Hogarth (1697-1764).

The Rake’s Progress (El camino de un libertino, título moralista por donde se le vea) regresó a la escena nacional 37 años después de su estreno en México y lo hizo en medio de gran hype por lo atípico que representaba su programación en nuestra cartelera lírica, lo que terminó por jugarle en contra. Cierto desafío en la elección de un compositor o una obra que se salga de las óperas más trilladas no es, en sí mismo, una feliz llegada a puerto.

La puesta en escena, firmada por Mauricio García Lozano, si bien se empeñó en extraer la fuerte naturaleza teatral fáustica y donjuanesca de esta obra neoclásica de Stravinski (es decir, reaccionaria de sus años de estridencia expresiva y teórica antiwagneriana) con actores, bailarines, pasarelas y otras vías de exposición escénica contemporánea, lo que en realidad consiguió fue un cúmulo de abigarrados cuadros que disuenan no sólo de la esencia poética del texto y su lenguaje (discurrir sobre mitología clásica en un antro o al calor de una fiesta de roof garden sólo puede ser guasa involuntaria), sino sobre todo de la música.

Las desordenadas escenas de baile (coreografía de Vivian Cruz), y en este punto no se olvide a Stravinski como reinventor del ballet, son un ejemplo de cuán poco el movimiento iba en consonancia integral, con todo y el típico dancing bear de película nopor y un coro de voyeristas con celular grabando en lo alto.

El punto a discutir no es si la ubicación original de la obra se moderniza (eso ya ni siquiera es tema a estas alturas del meta y multi-vérsico siglo 21), sino cuánto puede abstraerse la propuesta para no chocar con el contenido explícito de la música y el libreto. Del ruido visual no puede de ninguna manera sustraerse la escenografía de Jorge Ballina, consistente en la acumulación de toda clase de armatostes (refrigerador, lavadora, tina, cajero automático, camastro, sillón de barbería, aparatos de gimnasio, jukebox, tubo de table), con la transparencia estética de una banqueta con los muebles de inquilinos lanzados de su vivienda.

Es cierto que el movimiento suele equipararse a vitalidad y energía, pero la hiperactividad escenográfica innecesaria en este montaje (como la de mover dos o tres veces una jardinera sobre su propio eje, como si fuera relevante ver todos los ángulos de un árbol, con la respectiva aparición de figurantes técnicos) distrajo constantemente el foco de los personajes solistas o de su canto.

Paradójicamente, una de las escenas más logradas fue la final, en el psiquiátrico: aquella en la que el campo visual se desnuda y sólo quedan los juegos de espejo. El diseño de vestuario (en cierto sentido desvestuario) correspondió a Jerildy Bosch y la iluminación a Rafael Mendoza. Ambos trabajos, como elementos unitarios funcionaron, pero claramente en sintonía con la concepción integral de la puesta, no fuera de ella.

Para su séptimo piso de vida, Igor Stravinski se había consagrado como uno de los músicos protagonistas del siglo 20, pero estaba ya lejos de toda primavera y su mirada se había vuelto añorante, de cierta manera impregnada de nostalgia: neoclásica. Straussiano, insensible wagneriano (“Hay más sustancia y más invención auténtica en el aria de ‘La donna è mobile’ que en la retórica y las vociferaciones de la Tetralogía”: Poética musical, Ígor Stravinski: LOL), The Rake’s Progress teje sus hilos musicales bajo un inocultable slipstream (rebufo, estela) con aires mozartianos, belcantistas e incluso barrocos.

Semejantes atributos y sinuosidades, sin embargo, pueden llevar a considerar que encarar este amable y melódico Stravinski es como aproximarse precisamente a Wolfgang Amadeus Mozart, Gioachino Rossini, Gaetano Donizetti o algunos otros compositores degustados en ese periodo del barroco tardío al romanticismo temprano. Es una llave de entrada, desde luego, pero también un acercamiento tierno, ingenuo e incompleto. Al frente de la Orquesta y Coro del Teatro de Bellas Artes (este último con dirección huésped de James Demster), Iván López Reynoso consiguió de nuevo (como se distingue en su batuta) un sonido pulcro, por momentos incluso diáfano, aunque plano, new age, que no se salvó de largos ratos de monotonía, desmotivados.

Puesto que precisamente lo que le da un fuerte carácter teatral a The Rake’s Progress y a la construcción dramática de sus personajes a través de la música es su uso del pasado tonal y armónico, de la estructura de números, los recitativos secos y otras convenciones que parecerían propios de una inspiración agotada; expuesto, no obstante, no como pasticcio sino con ráfagas de ambigüedad postonal, armónica y de atractiva divergencia rítmica, que en lo dramático necesita incluso de lo mefistofélico, el relativo desenfreno, así como la punibilidad y la redención amorosa, cielos, tan wagneriana.

Diversas batallas, que incluso llevan de la modernidad envejecida a la duda posmoderna o a la confrontación de un camino lingüístico en su autor, se suscitan en la creación del sonido, más allá de la ejecución bienintencionada de notas y dinámicas. Es claro que la experiencia podría auxiliar y enriquecer al concertador no sólo en el camino de su solvencia técnica, sino en la profundidad, reflexión y espectáculo auditivo que comparte con el público.

El binacional tenor Emilio Pons, en el rol de Tom Rakewell, encabezó el elenco con una voz no en todo momento protagonista. En el registro central su instrumento no presentó problemas y llegó a sonar grato, aunque sin demasiado volumen, aspecto que compensó con una dicción clara que enfatizó con precisión las consonantes en un idioma inglés de complejidad poética, en medio de un elenco casi en su totalidad hispanoparlante de origen. Lo que condicionó hacia lo gris su canto fue una emisión que al pasar al agudo se estrangulaba, causando gallos o quiebres. Esa inseguridad se convirtió en un defecto que opacó sus intervenciones y su buena disposición para seguir el trazo escénico. El mayor mérito de Pons fue el conocimiento musical de su papel, pero eso podría valorarse incluso antes de las funciones.

La soprano española Marina Monzó, como Anne Trulove, mostró una voz de timbrado atractivo y seductor, además de un canto musical lucidor de forma particular en sus momentos más dulces, de sonoridad y técnica neobelcantista. Sin embargo, en algunos pasajes como su larga escena (tercera) del primer acto “No word from Tom… I go to him”, mostró fatiga traducida en un fiato corto, en apuros, lo que la llevó a empujar la emisión y al agudo final estridente.

Como Nick Shadow, ese personaje tentador y de cierto modo infernal entre Mefistófeles y Don Alfonso, el bajo-barítono monegasco Thomas Dear cumplió con una voz oscura y resonante, teatral, si bien los ataques de sus fraseos no fueran ejemplo de limpieza y elegancia.

Mejor en su papel (en rigor grotesco y desagradable) de Baba la Turca, la mezzosoprano Carla López Speziale, quien fungió como punta de lanza de los cantantes mexicanos del elenco, desempeñados con dignidad y acierto: el barítono Armando Gama (Trulove), la mezzosoprano Gabriela Thierry (Mamá Ganzo), el tenor Andrés Carrillo (Sellem) y el barítono José Manuel Caro (Custodio del manicomio).

Las expectativas sobre una ópera completa y con puesta en escena se cumplieron en Bellas Artes con esta producción de The Rake’s Progress, discutida hasta la camorra virtual, en redes sociales, incluso por integrantes de su elenco, o la renuncia crítica de algún crítico trasmutado a entusiasta colegial. Palabras sin gracia ni arte, como el pastelazo que se incluyó en el montaje.


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